Para chuparse los dedos
Un plato barranquillero se disfruta con todos los sentidos. Se mira con deseo, se escucha con ritmo, se toca con sabor, se huele con placer, se muerde con gusto. Barranquilla exhibe lugares diversos donde deleitar el paladar con sabores venidos de los más lejanos rincones. Como un garaje en el barrio Paraíso, cuya puerta es la entrada al mundo de los aromas y especias asiáticas utilizadas en las cocinas de filipinas, Tailandia e Indonesia.
Willy Lanete, su propietario y cocinero, nacido en filipinas, es un apersona amable cuya sonrisa tímida es seducida tiernamente por Alicia, su esposa quien en apasionada prosa complementaba los relatos de sus travesías por las islas que Marco Polo mostró el mundo. Ali, como cariñosamente le decimos, nos introduce en el mundo de los dim sum, o pequeños bocados, que se degustan en exquisitas variedades acompañados de salsas agridulces.
Del lecho del sol naciente llegamos al Oriente Cercano: La cafetería Doña Linda lleva el nombre de su propietaria y artífice, Linda Dacarett, nacida en Belén, esta matriarca es la responsable desde más de 40 años de perfumar nuestros dulces antojos con azahares y rosas esparcidas en delicados blaklavas, mamules, knifes, graybes, y burnas, además de permitirnos probar la cocina tradicional palestina, que se ofrece únicamente durante los fines de semana.
La travesía sigue a través del mar Egeo hacia Grecia. La familia Mandralis, fundadora de la Heladería Americana en 1936, inventó un postre sui géneris; el frozo malt, una cremosa malteada cuyo sabor oscila entre el chocolate y el arequipe, coronada con una mermelada que le aporta un sutil toque de acidez. Se come con cucharita de postre (antiguamente de plata) que se sirve acompañado de un pequeño vaso de agua, que apacigua la emoción del adulto, quien deja salir al infante que lo habita, despierto por unos minutos mientras con los ojos cerrados deja que se extinga el elíxir en suaves descensos.
Navegando con el mismo aire aventurero, bordeamos la costa mediterránea hasta Italia, donde no esperan manteles de cuadros rojos con blanco y una mesa generosa. El legado de la familia Nicolella, oriunda de la bota conocida como la ‘Nena Lela’, quien invita a disfrutar de una pasta artesanal acompañada con pan casero de un buen quianti.
De Italia tomamos un tren que nos lleva a Francia, para conseguir un corte impecable de carne. La Parisienne, con más de cuatro décadas de existencia, es el lugar indicado. Su dueño y fundador, el señor Roger Ways, nacido en Amiens, al norte de Francia, es un carnicero experimentado cuyo fervor y consagración ha sabido trasmitir a sus hijos, quienes han mantenido y desarrollado esa mística que no se aprende en la academia. Steak House es el lugar apropiado para degustar sus carnes.
El sabor gustoso de la paella, resultado de la lenta cocción en una mezcla de arroz, mariscos, pollo, y pulpa de cerdo, con su toque de azafrán, no podía faltar en este recorrido que nos lleva de Francia a su vecina España. La casa de la Paella, predio sencillo, complementa la mesa de los sabores curramberos.
De Europa zarpamos en un barco lleno de inmigrantes que huyen de la guerra. Nuevos acentos y costumbres dibujan el alba de América del Sur. Puerto Colombia, con su muelle impetuoso en el recuerdo, recibe a los foráneos. Almorzamos huevas de pescado, mojarra, arroz con coco y patacón. Con la cabeza llena de fósforo seguimos derechito a la frutera La Inmaculada, fundada en 1982, donde el matrimonio entre una rodaja de bollo de mazorca y queso costeño representa la génesis que anuncia una suculenta descarga. Las frutas tropicales convertidas en jugos apaciguan la estadía.
La emblemática mesa de fritos hace que se despliegue en La Cueva de los Fritos, ubicada en la calle Murillo con 32. Las manos laboriosas y responsables de doña Inés Chamorro llevan más de 50 años amasando carimañolas, arepas de huevo, empanadas y deditos de queso, acompañados con pique o cremoso suero en esa fiesta mestiza que celebramos a diario en cada mordisco.
A las cinco de la tarde juega el Junior. Un coctel de camarones, unas ostras con limón y una cerveza helada para acompañar el partido tienen nombre propio: Ostrería Picasso, ubicada en el tradicional barrio Boston, abrió sus puertas en 1985. Don Manuel Roa, su propietario y anfitrión, relata con orgullo su historia, en un pintoresco lugar que perdura y se reinventa en el tiempo.
Guarapos, petos y chichas de corozo siguen coloreando la oferta callejera de una ciudad que sabe distinto en cada rincón, y donde es posible encontrar especias como cúrcuma, pimienta de olor, paprika y anís estrellado. También dátiles, higos y frutas deshidratadas. Incluso hojas secas de stevia, tomillo, laurel, orégano o hierbabuena. Vinagres de uva y plátano, aceites y masa maíz o de yuca junto con hojas de bijao para envolver hayacas y pasteles se consiguen en el Granero la Magola, ubicado en la calle 30, paralelo a los tradicionales caños en donde otrora se comercializaban los productos que venían de los municipios y corregimientos ribereños del río Grande Magdalena .
El plato barranquillero puede estar fundido con barro de Malambo o loza de la China, puede ser de cerámica santandereana o porcelana alemana. Se sirve en una mesa a manteles o en totumo. Se come con la mano o con cubiertos. Se comparte entre amigos, se conversa de manera histriónica, salta, causa euforia y se reposa. Lo tenemos al alcance de la mano, caminando, en el bus o lo pedimos al carro. Lo llevamos al vecino en un trueque de sazones.
Lo rendimos cuando la mesa crece o lo desayunamos con lo que quedó del día anterior. El plato de Curramba sabe a la Sabana, La Guajira, Cesar, y Magdalena. Tiene arepa, fríjoles y chicharrón. Quita el guayabo con una changua o nos da cañaña (fuerza) con un guandú.
Endulza la tarde con la alegría de coco y anís, los caballitos y las cocadas en el canto profundo de una palenquera que habita la Manga o Nueva Colombia, en donde la tradición afrodescendiente cuenta su propio relato.